Foto: Iglesia de San José de Chimbo
Foto: "Picante de gallina" realizado por Yolanda Zavala vda. de Jiménez.
Cuando escucho la palabra Carnaval, no puedo evitar asociarlo a mi padre, a mi abuela y a la gastronomía chimbeña. Desde muy pequeños íbamos con toda la familia al carnaval en San José de Chimbo, provincia de Bolívar convirtiéndose esta costumbre en una inolvidable experiencia de cultura y de sabores. Desde el mismo viernes que salíamos de viaje, durante el trayecto mi padre hacía la primera escala en Lasso, donde nos convidaba en unos pequeños paradores a servirnos el Yaguarlocro o el Seco de Gallina, éste último inmejorable al ser preparado con gallina de corral.
Después, al pasar por Latacunga, comprábamos las Allullas, tostaditas y muy suaves y el Queso de hoja, un queso que era una especie de mozarrella que de deshacía en hilillos y que curiosamente es envuelto en hoja de plátano, haciendo -creo yo- que de esta manera se conserve su sabor y frescura. La algarabía de las rollizas y gritonas vendedoras parecía estimular aún mas nuestro apetito, por lo que picábamos durante el trayecto aquellos aperitivos, como preámbulo a lo que se veía venir.
Y al fin, luego de 7 horas de viaje, llegábamos a nuestro destino donde mi abuela nos esperaba con el almuerzo consistente en el tradicional Picante de Gallina, que la considero el más sano y natural de los platos ecuatorianos porque tiene pollo cocido, lechuga y variedad de ensaladas, todas sazonadas con vinagre y coronada con rodajas huevo cocido, haciendo de éste un vistoso plato imposible de rechazarlo, ante la mirada complacida de la experta y autodidacta cocinera que era mi abuela. Mi padre, ante el despampanante plato frente a él, se resistía diciéndola que era una exagerada y que ni se atreviera a pensar que él se lo iba a comer todo. Pero bueno, luego se lo comía y sin dejar rastro.
Mientras pasaban los días de carnaval y luego de bailar, mojarnos y saludar con los amigos, la fritada y el hornado nos esperaban. Días antes, y como actividad estrella de las fiestas, se mataba un cerdo, para hacer la fritada cuyo secreto de su sabor radicaba en su preparación consistente en freírlo en su propia grasa en una gran paila de cobre, aderezándolo con sal, ajo y cerveza rubia.
Aprovechando el chancho o cerdo, se preparaba también el Hornado llamado así porque se lo asaba en un horno de leña y que para mi humilde criterio es el más sabroso del Ecuador ya que también tiene su secreto del sabor el ser adobado con achiote y sal y complementado en el plato con una ensaladilla avinagrada.
Y como si esto fuera poco, por la tarde ya estaban listos los chigüiles que son unos preparados a base de masa de harina de maíz rellenos con queso, envuelto en hojas de maíz y cocidos a vapor. Se los servía como acompañantes del café colado y asentado en la olla. Lógicamente que con tanta comida, no podíamos con todo, despreciando alguno de ellos, para luego en los siguientes meses arrepentirnos de haberlo hecho.
Por todo ello es inevitable no añorar aquella época entrañable de mi infancia y adolescencia en que mujeres como mi abuela y tías ayudadas por mi madre, se pasaban todo el día en las amplias cocinas de sus casas coloniales, preparando los dichosos platos no solamente para sus familias, sino también para amigos y desconocidos, porque al carecer Chimbo de hoteles y restaurantes, cualquier casa brindaba un plato de comida al desconocido, cuyo único pago era un “muchas gracias” y por supuesto un “Hasta pronto”.
Vivencias que los he detallado como un homenaje a mi padre al cumplirse el primer año del fallecimiento, un hombre que amó a su tierra, valoró y degustó con placer la comida típica ecuatoriana y a mi abuela, también sin nosotros desde hace algunos años, que supo cocinarla aderezándola, eso sí con mucho amor.
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